“Ahora lo tengo bien adentro”, dijó el hombre de 33 años cuando la policía preguntó dónde estaba su padre, el dueño de la vivienda.
Un domingo frío de invierno hace 14 años, Raúl Ernesto Piñel recibió a los oficiales que llamaron a su puerta con una sonrisa inquietante en la cara y las manos ensangrentadas. Las paredes, el piso, todo a su alrededor, mostraba los restos del horror mientras una olla todavía humeante sobre la salamandra despedía un olor nauseabundo.
“No tenemos dudas de que este hombre se comió el corazón y los riñones de su padre. Solo se encontraron algunos restos en la olla”, aseguraron los investigadores. Esas partes habían sido fileteadas y salteadas a la provenzal. El resto de la víctima, vísceras y trozos de la columna vertebral, se podían observar a simple vista desparramados por el domicilio de la calle Antártida Argentina, entre Saavedra y Moreno, como si se tratara de un museo grotesco de lo macabro en esa localidad de 10 mil habitantes ubicada 400 kilómetros al sudoeste de Buenos Aires.
Raúl Piñel era el mayor de tres hermanos, dos varones y una mujer. Testigo involuntario del carácter violento de su padre y de las discusiones que este mantenía con su mamá, la separación de la pareja no lo tomó por sorpresa cuando tenía 10 años, pero, dijo después, nunca lo pudo superar.